Las lecciones de liderazgo de David Fincher

El cineasta suele ubicar sus historias en entornos urbanos agresivos.

Si algún productor de Hollywood tuviera la peregrina idea de rodar un remake de La ciudad no es para mí, el clásico de Paco Martínez Soria, un claro candidato sería David Fincher. El director tiene una filmografía variada, con querencia por el thriller psicológico, pero hay un elemento común en sus películas más destacadas: un ambiente urbano deshumanizado y hostil, donde las historias individuales, con sus luchas y llantos, son engullidas por la inercia de un entorno egoísta.

Es deliberado que su obra de mayor éxito, Seven (1995), transcurra en una ciudad sin identificar, una ciudad permanentemente lluviosa y en la que los crímenes no cesan. El detective David Mills (Brad Pitt) y su esposa, Tracy (Gwyneth Paltrow), se acaban de mudar y sufren para adaptarse, hasta el punto de que ella, para combatir su soledad, no tiene más remedio que invitar a cenar al compañero de su esposo, el detective Somerset (Morgan Freeman), un veterano de vuelta de todo. «Esta ciudad puede ser muy dura», dice el policía a la joven pareja. Y tanto: los detectives se enfrentan a un asesino en serie que se inspira en los pecados capitales para castigar a sus víctimas de un modo tan refinado como monstruoso. Al final de la película, éste justifica sus crímenes: «Sólo en un sucio mundo como este nuestra cínica sociedad puede decir que eran inocentes sin echarte a reír». Somerset le mira en silencio por el retrovisor del coche y el espectador casi escucha su pensamiento: «Tiene razón».

El guionista de Seven, Andrew Kevin Walker, dijo inspirarse en sus años en Nueva York para retratar la decadencia moral del ambiente: «No me gustó mi estancia en Nueva York, pero es verdad que si no hubiese vivido allí probablemente no habría escrito Seven». Fincher quería mostrar una urbe «sucia, violenta, contaminada y a menudo deprimente. Visualmente y estilísticamente, esa fue la forma en que quisimos retratar este mundo. Todo lo necesario para ser tan auténtica y cruda como fuese posible». La ciudad de Seven es La Ciudad Contemporánea.

Igualmente crudo, y tampoco identificado, es el lugar donde se mueven los personajes de El club de la lucha (1999), adaptación del libro de Chuck Palahniuk. El protagonista (Edward Norton) vive engullido por la superficialidad, el materialismo y un trabajo alienante, hasta que le rescata del pozo el carismático Tyler Durden (de nuevo Pitt), que quiere reventar el sistema desde dentro con un grupo marxista/nihilista hastiado de la posmodernidad. «Tenemos trabajos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Nuestra guerra es la guerra espiritual. Nuestra Gran Depresión es nuestra vida», sermonea Durden. La última imagen, con los rascacielos del centro financiero desplomándose por las explosiones, es un siniestro preludio de lo que ocurriría en el mundo real, apenas dos años después del estreno de la película, en la ciudad más famosa del siglo XX.

En esta ciudad se ubica La habitación del pánico (2002), una cinta quizá no tan ambiciosa en lo temático pero que también retrata las interacciones entre grupos sociales (el hijo de papá, el currela metido a ladrón a la fuerza, el ladrón profesional, la divorciada de clase alta…) que se dan cita en el robo nocturno de una casa.

En The Game (1997), Michael Douglas protagoniza una particular yincana en las calles de San Francisco. Douglas interpreta a Nicholas Van Orton, un hombre de negocios engolado e insensible que recuerda al Gordon Gekko al que dio vida en Wall Street. Su hermano (Sean Penn) le hace un original regalo de cumpleaños: un juego para darle «una vida divertida» y sacarle de su ensimismamiento.

También en San Francisco transcurre Zodiac (2007), basada en las investigaciones periodísticas de Robert Graysmith, caricaturista del San Francisco Chronicle, sobre el Asesino del Zodiaco, que sembró el pánico en California a finales de los 60. Graysmith colabora con el periodista encargado de cubrir el caso, Paul Avery, para ayudarle a descubrir la identidad del criminal. Pero todas las pesquisas policiales fracasan. Pasan los años y la ciudad evoluciona: se construyen edificios, cambia la moda, cambian los coches, cambia la música…, pero Graysmith se queda atascado. Obsesionado con aclarar el misterio, acude a Avery, que se ha mudado a otro lugar. Éste le espeta: «¿Sabías que mueren más personas yendo a trabajar al centro cada tres meses que las que liquidó ese idiota? Olvídalo de una vez». La decepción inunda el rostro de Graysmith: lo que una vez tuvo en vilo a todos los ciudadanos ya no importa a nadie.

La red social (2010), que cuenta el origen de Facebook, también habla de la incomunicación en una sociedad hiperconectada. La última escena es un retrato generacional: Mark Zuckerberg, el joven multimillonario que ha ganado un pleito contra su antiguo socio y amigo, manda una solicitud de amistad a su exnovia y pulsa F5 compulsivamente. Lo tiene todo excepto lo más importante.

El coronavirus ha trastornado los hábitos de gran parte de la población, especialmente la de las ciudades, donde se ubican los grandes centros de trabajo. Las conexiones telemáticas traen ventajas, pero también promocionan el individualismo, ya muy extendido antes de la crisis sanitaria, y reducen el contacto humano en las oficinas, las calles y los transportes, donde se entrecruzan personas variopintas. Un intercambio que genera conflictos, como muestra el cine de Fincher, pero que también enriquece la vida.

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