La crisis financiera de 2008 nos afectó a muchos de nosotros porque los bancos formaban parte de nuestras vidas. La sociedad se vio expuesta a riesgos que no entendía y todos pagamos el precio derivado de los rescates de los gobiernos.
Hoy en día las señales de alarma están parpadeando de nuevo. Algunos de los elementos nos son familiares: enormes empresas en crecimiento de las que depende el resto de la sociedad que causarían graves daños si se hundieran o prestaran malos servicios a sus clientes. Pero esta vez es el sector tecnológico en lugar del financiero el que nos puede dejar a todos expuestos.
El riesgo que corren los consumidores si las empresas tecnológicas prestan malos servicios -lo que se denomina «riesgo de conducta» en la jerga de mi profesión- es ahora tan grave como el de los malos servicios financieros. Pero no estamos organizados para afrontarlo. La economía digital está consumiendo a la vieja economía y las estructuras de gobierno que tenemos para hacer frente a esta transición son insuficientes.
¿Quién regula a las grandes tecnológicas? El gobierno ha prometido crear una nueva Unidad de Mercados Digitales que formará parte de la Autoridad de Competencia y Mercados, pero su cometido se limitará en gran medida a poner fin a los comportamientos anticompetitivos y la información que tenemos sobre ella es escasa. La prometida ley de los daños causados por Internet se ha retrasado mucho. Todo esto suena preocupantemente vago.
Mi trabajo durante 30 años como banquero me obligó a mirar hacia el futuro y a anticiparme a los riesgos. En base a mi experiencia puedo afirmar que ahora están apareciendo señales de advertencia sobre las empresas tecnológicas, por lo que debemos actuar ya.
La pandemia de coronavirus ha puesto claramente de manifiesto nuestra dependencia de la tecnología. No son sólo las interminables video-llamadas o la tecnología que permite que nos entreguen a domicilio productos mientras estamos confinados. Son las montañas de datos que determinan los anuncios que vemos a medida que bajamos por la pantalla para leer las últimas noticias sobre el coronavirus. La transformación digital también está arrasando en mi sector. En tan solo unos pocos meses los consumidores se han acostumbrado a utilizar aplicaciones y servicios bancarios por Internet que tardaron años en desarrollarse.
Sin embargo, los riesgos son mucho mayores que el de un cambio realizado apresuradamente. Los algoritmos que determinan la cantidad de trabajo que realizan las personas que entregan pedidos y lo que vemos cuando nos conectamos a Internet no son más fáciles de entender que los productos de créditos estructurados que pusieron contra las cuerdas al sistema bancario en la crisis financiera.
Necesitamos gestionar bien los riesgos de la desinformación y aprender a controlar los contenidos. Necesitamos saber cómo los algoritmos confirman los sesgos y luego hacen uso de ellos. Y cuando entendamos cómo funciona esto, deberemos tener claro quién es responsable de todo. No se puede despedir a un algoritmo.
Todo esto no implica que una crisis de la magnitud de la de 2008 esté a la vuelta de la esquina. Pero se añade a un riesgo significativo que no deberíamos ignorar. La enorme complejidad del riesgo que suponen las grandes tecnológicas hace que el reto de abordarlo sea abrumador, pero podemos empezar a hacer bien las cosas si usamos el trabajo realizado en el sector de los servicios financieros como modelo.
La crisis financiera nos enseñó que es necesaria una supervisión detallada cuando el interés público depende de las empresas que satisfacen las necesidades de los proveedores de capital privado. Antes de 2008, la estrategia de las autoridades reguladoras para controlar el riesgo en la banca estaba según ellas «basada en los principios», lo que significa que era deliberadamente laxa. Dependía demasiado de la capacidad de los bancos para gobernarse a sí mismos y fracasó. Las similitudes con la estrategia actual para las grandes tecnológicas son sorprendentes.
En los años posteriores a la crisis, las autoridades reguladoras y los políticos de Reino Unido no se quedaron quietos, sino que crearon la Autoridad de Conducta Financiera (FCA), que ha demostrado ser un excelente regulador de la conducta de las empresas de servicios financieros.
La FCA ha tenido una influencia significativa en dos áreas clave que son relevantes para las empresas tecnológicas que impulsan la nueva economía. Obligó a los bancos a dar información de una manera más clara, en particular sobre sus comisiones y lo que cobraban a sus clientes. Esto permitió a los consumidores tomar decisiones informadas sobre el intercambio de valor entre ellos y su banco. También facilitó saber quién era responsable si las cosas salían mal. Esto tuvo un efecto positivo en la diligencia y en el apetito por el riesgo de las empresas, lo que mejoró los resultados para sus clientes. No fue un viaje fácil, pero la FCA demostró que se puede hacer.
Debemos adoptar la misma postura para abordar los riesgos que plantea la tecnología ahora. En otras palabras, hay que crear una nueva Autoridad de Conducta Digital que sea un líder mundial. Esto eliminaría una red compleja de instituciones entrelazadas y haría que fuera un organismo poderoso y fiable el que obligara a las personas a rendir cuentas de sus acciones. Su objetivo sería simplemente garantizar buenos resultados para los clientes y un intercambio justo de valor para las personas que utilizan las plataformas tecnológicas. Eso sería bueno para los consumidores y en última instancia también para las grandes tecnológicas.