Para definirse empieza por sus ancestros. Tiene dos antepasados con sus nombres en las calles de la isla de Saint Louis, en Senegal; uno por parte de madre en el sur y otro por parte de padre en el norte. Al entrar en su ciudad natal es como si los dos la abrazaran a cada lado. «Otros fueron Ahmet Ba, el mayor imam en la ciudad, y Assane Diop Pathé quien luchó por los derechos sociales. Fueron muy revolucionarios», recuerda Coumba Sow, coordinadora de la oficina para la resiliencia en África Occidental y el Sahel de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Acude orgullosa a la recién estrenada sede de Dakar con un deslumbrante vestido azul añil tradicional de su villa. «Así nos vestimos allí, con el corte de la falda por encima de la cintura, como las antiguas mestizas, las signares«, refiere simpática sobre las mujeres mulatas que consiguieron poder y posición social durante la colonización francesa. «Saint Louis ha sido siempre una ciudad de mujeres maravillosas», declara antes de mencionar a la autora Aminata Sow Fall o la griot (narradora de historias) Coumba Fall Leonie.
Ella empezó a los 35 años como responsable para África en la oficina del director general de la FAO y estuvo casi un lustro viajando por el mundo, asistiendo a reuniones de alto nivel, asesorando en decisiones clave, conociendo a los mayores gobernadores de su continente. «Nunca he tenido ningún problema para progresar. Si eres competente, nadie nunca te podrá decir que eres una mujer joven con este trabajo. Si eres capaz de hacerlo, nadie te dirá nada. Te dará la responsabilidad, y otras mujeres podrán hacer lo mismo», considera Sow en su nuevo despacho, aún vacío, con todo empaquetado en cajas que apenas llevan dos días allí. Después detalla: «quizás cuesta más que te escuchen por joven que por mujer. Cuando entras en una habitación donde se celebra una reunión, si hay una mujer mayor, la gente le escucha».
Ella ya estaba acostumbrada a moverse entre hombres cuando estudió Agricultura en Francia entre una mayoría masculina. Y fue gracias a un hombre por quien siguió vinculada al campo: su padre. «Él me hizo amar la agricultura. Era ingeniero agrónomo y, aunque falleció cuando tenía 10 años, pude visitar con él muchas regiones de Senegal. Me enseñó de plantas, de suelos, de huertos… Teníamos un jardín en la casa con frutas, y amaba las rosas», rememora con cariño. «No fue una sorpresa que yo decidiera dedicarme a aquello». Y recuerda de seguido como también su madre le regaló un libro de la FAO que encontraría por la casa de alguna misión de su padre. «Yo vivía en Saint Louis, que es la ciudad de la belleza y donde puedes encontrar casi de todo, pero si lo comparaba con otros lugares que visitaba, sabía que tenía que hacer algo por mejorarlos», dice mientras une sus manos.
Y ha encontrado en las mujeres africanas a las mejores aliadas para conseguir el objetivo de su padre. «Ellas son muy resilientes y están cambiando la cara de la agricultura en África. Producen, venden, cocinan. Y son las mayores productoras de arroz en Saint Louis. Estoy viendo que la revolución agrícola está liderada por mujeres. Hay más poseyendo las tierras y asegurándolas», defiende. «Solo hay que darles oportunidades. Si son pobres o no están bien formadas es difícil que entren en el debate, pero ellas encuentran sus propias soluciones aunque no tengan presencia. Lo bueno es que eso está cambiando. No debemos esperar a que otros lo hagan por nosotras o nos llamen», concluye. Para estas mujeres inició en 2018 el proyecto Un millón de depósitos para el Sahel, inspirado en el programa brasileño Hambre cero para proporcionar agua para consumo y producción agrícola a miles de personas.