«Hubo quienes llegaron a decir que las cosas serían peores, que a partir de ese momento la moralidad del pueblo declinaría, que las personas, curtidas por los peligros que habían corrido, como los marineros después de la tempestad, se habían vuelto más malas y tontas, más desvergonzadas y endurecidas en sus vicios y en su inmoralidad que antes del azote. Se necesitaría un volumen, y uno bien grande por cierto, para proporcionar los detalles de las etapas que recorrió la ciudad antes de que las cosas recuperasen su curso habitual y todo retomara la vía común». (‘Diario del año de la peste’, Daniel Defoe, 1722)
Nunca volveremos a darnos besos y abrazos. Nunca volveremos a la oficina. Nunca volveremos a un restaurante. Nunca volveremos a viajar al extranjero. Nunca volveremos a comprar en una gran superficie. Nunca volveremos a ir al cine. Nunca volveremos a coger el transporte público. En definitiva, como sabe cualquiera que haya salido de casa durante el último mes, todos estos «nunca más» se han demostrado, en apenas unas semanas, falsos. Si ni siquiera en eso hemos acertado, ¿cómo podemos seguir sosteniendo que el mundo después del coronavirus va a ser esencialmente distinto?
¿Tan malos somos realizando predicciones, incluso tan a corto plazo? No se preocupe, ocurre hasta en las mejores casas. Por ejemplo, en la del politólogo Philip E. Tetlock, que pidió a mediados de los 80 a 284 expertos que realizasen una serie de predicciones sobre el futuro. Como recuerda en ‘The Atlantic’ David Epstein, los resultados mostraron que «los expertos son unos adivinos terribles». Tan solo un pequeño grupo de «zorros», siguiendo la terminología de Isaiah Berlin («muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo solo una y grande»), dio en el clavo. Taleb escribió en ‘El cisne negro’ que «lo importante no es la frecuencia con la que aciertes, sino cómo llega a ser de grande la acumulación de tus errores». Como en la teoría del caos, un pequeño error puede llevarnos a soñar con coches voladores.
Tal vez simplemente se deba a que, en tiempos de pandemia e incertidumbre, todos —y especialmente los medios de comunicación— necesitamos anticipar el futuro. En una columna publicada en ‘The New York Times’, el ensayista Mark Lilla suplica que nadie le pregunte a los eruditos qué va a pasar: «Me han perseguido periodistas extranjeros preguntándome qué significaba la pandemia para las elecciones presidenciales americanas, el populismo, las posibilidades del socialismo, las relaciones raciales, el crecimiento económico, la educación superior, la política de Nueva York y mucho más. Parecen enfadarse cuando les digo que no tengo ni idea. ‘Ya sabes lo que tienes que decir, suéltalo'».
¿Por qué nos cuesta tanto acertar? «La mayoría de las cosas que decimos que van a cambiar son cosas que ya están presentes: el teletrabajo, la digitalización, el populismo, la autarquía…», recuerda Pablo Santoro, sociólogo cultural de la Universidad Complutense de Madrid que, entre otras cosas, ha investigado los imaginarios culturales del futuro. «Es un acontecimiento inesperado que se vive como algo disruptivo, como una muesca en la historia que marcará un antes y un después, como la Revolución Francesa, lo que puede generar un sesgo cognitivo que nos lleva a sobreestimar lo que está pasando».
«Aún seguimos teniendo la idea de progreso del siglo XIX como marco de la historia», añade. «La historia no avanza, no es nada, es la suma de azares y acontecimientos a la cual damos un significado con mirada retrospectiva. En el mundo occidental mantenemos el mito del progreso y cuando vivimos un acontecimiento como este que rompe con eso y nos desbarata la cabeza. Intentamos reconstruir esa lógica lineal: cada acontecimiento es el origen de un nuevo progreso».
A lo largo de los últimos 30 años, hemos vivido una serie de apocalipsis que nunca se han llegado a consumar. Veamos qué representa cada uno de ellos.
«Tras la caída del socialismo, no habrá competidores para la democracia liberal».
No hay texto que sintetice mejor el optimismo liberal que siguió a la caía del Muro de Berlín y la disolución de la Unión soviética que ‘El fin de la historia y el último hombre’, del científico político Francis Fukuyama, que proclamaba el final de la evolución ideológica del hombre y la universalización de la democracia liberal como la forma definitiva de gobierno humano. Aunque fuese publicado en el verano de 1989, ya anticipaba el triunfalismo de los primeros 90, antes de que la guerra del Golfo y la entrada en escena del terrorismo islámico hiciese grietas su hipótesis.
Desde entonces hasta ahora, han emergido una gran cantidad de enemigos a la hegemonía de la democracia liberal, al menos uno por cada nuevo libro de Fukuyama. El último de ellos, el deseo de reconocimiento de los grupos identitarios. Santoro recuerda al respecto: ‘Cuando las profecías fallan’, un clásico de la psicología experimental publicado a mediados de los años 50 por Leon Festinger, que muestra cómo los seguidores de una secta superan la disonancia que supone que el profeta se haya equivocado volviéndose aún más fanáticos.
La de Fukuyama es una de las predicciones utópicas más excepcionales, porque no predice una revolución que alumbre un mundo mejor, sino la imposibilidad de cambio en el futuro.
«El efecto 2000 producirá el colapso global».
Hagamos un pequeño paréntesis tecnológico. El 31 de diciembre de 1999, raro era el informativo que no abrió con el miedo al llamado «efecto 2000», un supuesto ‘bug’ relacionado con el anecdótico hecho de que la mayoría de sistemas informáticos solo tuviese dos dígitos y que provocaría que, cuando el nuevo milenio entrase, las centrales energéticas se paralizarían, los sistemas bancarios se caerían y el mundo sería devuelto repentinamente a la Edad de Piedra. Al final no ocurrió nada de nada, pero muestra cómo la tecnología es una de las fuentes más comunes de inquietud, quizá porque resulta tan inquietante como la magia. Como decía Arthur C. Clarke, «cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».
«Después del 11 de septiembre, no volveremos a viajar en avión o a vivir en ciudades».
Todo ‘shock’ suele provocar una reacción inmediata de autoprotección. De igual manera que el coronavirus nos ha llevado instintivamente a eliminar de nuestro horizonte todo comportamiento potencialmente contagioso, los atentados de 2001 —y, por extensión, del 11-M— nos condujeron a pensar que haríamos todo lo posible para sortear ataques similares. «Consideremos el persistente trauma que provocó el 11-S en los neoyorquinos, que se preguntaban si seguía siendo seguro permanecer en la ciudad», escribe Steve Johnson en ‘El mapa fantasma’. «Casi todos optaron por quedarse, por supuesto, y la población de la ciudad ha continuado —de forma extraordinaria— creciendo, gracias en gran parte a la inmigración procedente de los países en desarrollo».
Lo mismo puede decirse de los viajes en avión, que han crecido sin parar desde aquel año hasta batir récords día tras día. Como probablemente ocurra con la resaca del coronavirus, tan solo se experimentó una pequeña caída en el corto plazo, durante la segunda mitad del año, que se recuperó rápidamente. «Lo que muestra es el papel que cumplís los medios de comunicación a la hora de imaginar el futuro, todos los medios están escribiendo sobre ello desde el 10 de marzo», valora Santoro. «El 11-S muestra la influencia de las pantallas, los medios muestran un acontecimiento como algo brutal».
«La ironía se ha acabado tras el 11-S».
Si hay una constante en todas las tragedias, es que tarde o temprano se proclama la muerte de la ironía, el humor negro o la poesía. Una de los citas más recordadas tras el 11-S es la pronunciada por el editor de ‘Vanity Fair’, Graydon Carter, que una semana después de los atentados dijo que nos encontrábamos «ante el final de la ironía». «Ironía» entendiendo la palabra en un sentido amplio y vago, como sinónimo de «posmoderno» o «flojo». Siguiendo el razonamiento, la tragedia nos habría abierto los ojos y eliminado nuestros vicios relativistas, permitiendo que nos centrásemos por fin en lo esencial.
La ironía nunca se acaba, y no solo por el meme de los bailarines del ataúd. Como recuerda Santoro, las imágenes del futuro que pintamos en cada momento dicen mucho más acerca del momento en el que se imaginan que sobre el verdadero futuro que pretenden anticipar. «Las expectativas y profecías no nos hablan tanto del futuro en sí como de lo qué está pensando, esperando y viviendo quien las hace», recuerda. «Por eso, puedes hacer una historia del futuro y ver cómo cada sociedad y momento histórico lo concibe de forma determinada, marcada por sucesos que marcan generacionalmente y que construyen expectativas de futuro».
«200 millones de personas pueden morir por la gripe aviar».
Si algo nos ha demostrado el coronavirus es que predecir una cifra de fallecidos es el camino más corto para perder tu credibilidad. Uno de los vaticinios más recordados en Reino Unido ha sido el del profesor de biología matemática Neil Ferguson, que en 2005 hizo la cuenta de la vieja para ‘The Guardian’: «Alrededor de 40 millones de personas murieron en 1918 por el brote de gripe española, y ahora hay seis veces más gente en el planeta, así que puedes escalarlo a 200 millones».
No sería tan escandaloso si no fuese porque, no fue ni la primera ni la segunda vez, que el matemático se equivocó de forma tan escandalosa: calculó unos 50.000 fallecidos durante la epidemia de las vacas locas y alrededor de 65.000 muertos por la gripe porcina en 2009, que finalmente se quedaron en 457. Además ha sido uno de los cerebros detrás del famoso estudio del Imperial College que, entre otras cosas, mantenía que en España había entre 1,5 y 19 millones de contagiados de covid en marzo de este año.
Uno puede quedarse con la lectura de que las cosas nunca son para tanto o ir un poco más allá y recordar que algunas predicciones sirven, precisamente, para que no se cumplan. «Si predices que el cometa Halley va a pasar por la Tierra en un año determinado, esto no afecta el comportamiento del cometa, pero a nivel social no es así», recuerda Santoro. «Como seres reflexivos que somos, cualquier predicción lleva a que modifiquemos nuestros comportamientos, como es evidente en las encuestas electorales». No una profecía autocumplida, sino una profecía autonegada: la idea de que el número de muertes puede ser tan brutal nos empuja a tomar medidas más restrictivas.
«La crisis de 2008 es el principio del fin del capitalismo».
Hay una serie de ramificaciones que podrían añadirse a la tesis principal: «Vamos a alquilar más que comprar», «la construcción no puede ser el motor de la economía española», «no podemos vivir por encima de nuestras posibilidades» o, directamente, «esto es el final del capitalismo». Prácticamente, ninguno de dichos vaticinios se cumplió y no solo por que España haya vuelto a refugiarse en la construcción. Tampoco hubo nada parecido a ese «final de la era del exceso» del que hablaba la revista ‘Time’.
Para Santoro, es el mejor ejemplo de cómo las predicciones mutan hasta convertirse en futuros pasados que caen rápidamente en el olvido. «En 2008 todo el mundo decía que se iba a refundar el capitalismo, con la cumbre del G-8 de noviembre de aquel año con Bush y Sarkozy, pero es algo que se ha olvidado por completo», recuerda. «Es interesante ver cómo construimos ahora una historia muy lineal de la crisis financiera, como si en 2008 hubiese ocurrido una cosa y se acabó».
Toda crisis es un cruce de caminos y las predicciones son mapas que muestran por dónde se puede transitar. «Las ideas de ‘todo va a cambiar’ pueden parecer banales y vacías porque suelen ser exageradas, pero también tienen una función utópica», añade. «Nos permiten darnos cuenta de que las cosas pueden ser diferentes, y eso está bien no perderlo. Que ahora se haya aprobado un ingreso mínimo vital con el PP a favor parecería de locos hace apenas cinco meses».
«El 15-M es el final el bipartidismo».
En una columna publicada en el verano de 2013, el filósofo Daniel Innerarity se preguntaba si nos encontrábamos ante el final de los partidos políticos. «La actual crisis de los partidos políticos, su descrédito, pérdida de relevancia o fragmentación, es manifestación de una crisis más profunda», escribía en ‘El País’. «Se acaba, a mi juicio, una era política que podríamos llamar ‘la era de los contenedores’. ¿El final de los partidos políticos?», se preguntaba también ‘Le Monde Diplomatique’.
Se suele recordar, con cierta malicia, que las primeras elecciones generales después del 15-M condujeron al Partido Popular a la mayoría absoluta. El panorama electoral no parece haberse alterado esencialmente desde entonces, al menos en lo que concierne al final del bipartidismo. Desde luego, no se ha producido esa desaparición de los partidos políticos tradicionales, esos que iban a ser sustituidos por propuestas emergentes. ¿Quiere eso decir que las predicciones se volvieron a equivocar?
En opinión de Santoro, se trata de un caso muy distinto a los anteriormente citados, pues no estamos ante una tragedia natural o un acto de violencia extrema, sino a algo que se parece más a mayo del 68. «Lo utópico pervive», añade. «Esa idea de que va a haber un futuro nuevo no porque haya habido un microbio o una bomba, sino porque las personas y los movimientos sociales se han unido para propiciar cambios, perdura más como espíritu o vivencia de lo utópico, envejece menos, aunque la predicción no se cumpliese y no se acabara el bipartidismo. Hay un aliento de futuro que proviene no del desastre, sino de la esperanza que subsiste».
Como redondeaba Lilla en su columna, «lo único que deberíamos preguntarnos es qué queremos qué ocurra, y cómo conseguir que ocurra». Fíjense lo errados que estamos en nuestras predicciones que no solo ha habido mucha poesía después de Auschwitz, sino que incluso hoy en día existen los poetuiteros. Algunos apocalipsis no los vimos venir.