Amanece y a través de la ventanilla se ve el disco rojo del sol al borde de la tierra, una corona de montes azules, el reflejo de un lago de acero. El avión flota y prosigue su descenso hacia una bruma de la que asoma un ensanche de viviendas de aire chino; luego surge la ciudad, del color de la arcilla, y la pista de aterrizaje. Cuando el artefacto toca tierra, la megafonía del vuelo 713 de Ethiopian Airlines procedente de Madrid anuncia la llegada al aeropuerto internacional Bole de Adís Abeba. Los pasajeros se estiran, recogen sus bultos, encienden los móviles. Un empresario agrícola alemán con una explotación de 300 hectáreas en el sur de Etiopía se despide de su colega de asiento, que dirige uno de los grandes hoteles de la ciudad. Han hecho buenas migas. Se vacía el avión y entre los restos queda algún ejemplar de The Economist que entregaron anoche las azafatas. En la portada lleva un titular muy oportuno: “La nueva disputa por África”.
Con un crecimiento demográfico explosivo, una clase media en expansión y cinco economías africanas entre las seis que más crecen del mundo, según el FMI (entre ellas, Ruanda, Etiopía y Costa de Marfil, visitadas en este reportaje), un cosquilleo optimista parece recorrer el continente. Las potencias muestran un interés similar al de la época colonial. Con una diferencia: China se encuentra hoy entre los mejor posicionados y los africanos podrían al fin salir ganando. Cierto que persisten altas tasas de desempleo y analfabetismo. Y que hay guerras y miseria, y cientos de miles de migrantes y refugiados. Pero esa no es la única cara. La otra, la que no suele aparecer en los titulares, se parece bastante a la que se reparte esta mañana por el aeropuerto de Adís Abeba, uno de los mayores conectores de África y un observatorio de esta región en movimiento.
Empleados del aeropuerto internacional Bole de Adís Abeba. ANA NANCE
1. Aeropuerto de Adís Abeba
En la terminal reina un guirigay de rostros africanos, asiáticos, indios, árabes. La presencia de Occidente es testimonial. Se ven todo tipo de vestimentas y tocados, de la kufiya árabe al guelé nigeriano. Trolleys de lujo y bolsones de rafia. Los restaurantes desprenden olor de comida de medio mundo. Por los pasillos circulan unas 30.000 personas diarias. Se acaba de inaugurar la ampliación del aeropuerto (gracias a ingenieros y fondos chinos) y aún se escucha el repiqueteo de los obreros. Este lugar es también el cuartel general de Ethiopian Airlines, la mayor aerolínea africana, cuyos aviones enlazan con más de 100 destinos. Ethiopian financió los vuelos de este reportaje. Con la propuesta en marcha desde 2018, una semana antes del viaje, en marzo, el vuelo 302 de la compañía se estrelló al poco de despegar de Adís Abeba. El País Semanal decidió seguir adelante: durante 13 días tomaremos 12 vuelos, aterrizando en 8 ciudades africanas y abordando a más de 70 personas de más de 30 países. El objetivo: narrar el despegue del continente a través de quienes viajan de un lado a otro.
De izquierda a derecha, un viajero en la terminal nueva de Adis Abeba; un ‘casco azul’ indio, de viaje en la República Democrática de Congo; Zanaba Isa, una sudanesa en el aeropuerto de Adis Abeba, y Ibrahim Taki, un ‘boy scout’ de las islas Comoras. ANA NANCE
En la sala de pasajeros frecuentes atruena el parloteo y no queda un sitio libre. En una esquina, concentrado en el portátil, se encuentra Seth O. Gor, economista keniano de 53 años. “En los últimos cinco años”, dice, “África se ha convertido en el lugar en el que hay que estar. Por eso hay una nueva disputa. Todo el mundo quiere un pedazo del pastel”. Gor aguarda su vuelo a Lusaka (Zambia), donde trabaja para COMESA, la unión aduanera del sur y el este de África. Ha pasado unos días en Adís Abeba, donde ha asistido a una negociación para eliminar barreras comerciales. Desde 2018, la Unión Africana (UA), con sede en esta ciudad, impulsa el Área Continental Africana de Libre Comercio. “Este año se pondrá en marcha”, asegura. Mil millones de personas (que serán el doble para 2050), 54 países y un PIB agregado de 3.000 billones de euros. El potencial es evidente. “África empieza a unirse”.
A lo largo del aeropuerto encontramos un friso variopinto de viajeros: un chico de Yemen con aspecto de haber sufrido en su país en guerra, que solo logra transmitir en inglés las dos palabras estampadas en su camiseta: “Thank you”; Ibrahim Mohamed Taki, de las islas Comoras, regresa con la pañoleta al cuello de unas jornadas panafricanas de boy scouts en Niamey (Níger); Zanaba Isa, vaporosa túnica con ribetes, manos decoradas con hena y tintineantes pulseras, viene de Sudán y se dirige a Yamena (Chad) a una boda; Mourtada Fall, de 31 años, estatura de gigante, rastas y auriculares al cuello, futbolista de Senegal con experiencia en varias ligas, campeón de la Supercopa de India con el FC Goa esta temporada.
2. Vuelo a Kigali
Nuestro próximo destino es Kigali (Ruanda) y en la puerta de embarque se halla Davinder Singh, un militar indio que viaja con un puñado de compañeros. Desde Ruanda cruzarán a la República Democrática del Congo (RDC) para unirse al mayor contingente de cascos azules del mundo. De este conflicto sabe bastante Hassan Banda, también a la espera, que trabaja para la Conferencia Internacional de la Región de los Grandes Lagos. Su organización se dedica a prevenir la guerra en una zona explosiva, donde el genocidio en Ruanda dejó un millón de muertos y la violencia en la RDC se pierde en tiempos inmemoriales. La situación “es estable, aunque algunos países tienen asuntos pendientes que pueden empeorar”, asegura Banda. En Ruanda estos días se cumplen 25 años de la masacre. Pero este Estado con 12 millones de habitantes y repleto de colinas hoy suele ser alabado como un ejemplo de transformación.
Al avión se sube la selección sub 23 de fútbol de Congo Brazzaville. Varios juegan en Europa, en las categorías inferiores del Olympique de Lyon y el PSG. También viaja una señora india vestida con sari. Va a visitar a su hijo, médico en Ruanda. Tras el despegue, en la pantalla comunal emiten un episodio titulado La odisea de la humanidad que produce somnolencia. Una cabezada después, en la tele, China es invadida por hordas de mongoles mientras atravesamos nubes y se ve ahí abajo vegetación acolchada, caminos rojizos que serpentean, un río sinuoso del color del chocolate. Estamos a punto de llegar a Buyumbura, antigua capital de Burundi, donde el avión efectúa parada. El aterrizaje es brusco y la pista parece un camino de cabras. Las alas se doblan con cada bache.
El avión descarga pasajeros y recoge otros que prosiguen hacia Kigali. Se baja la selección sub 23, que mañana se enfrenta a la de Burundi. Se quedan un doctor ruandés que viene de hacer un curso en EE UU y una joven que estudia relaciones internacionales en Corea del Sur. La espera es larga y un árabe llama la atención a la tripulación. Se presenta como “ingeniero Ahmed”, viene de El Cairo y trabaja para Metito, una de las mayores empresas de infraestructuras hídricas del mundo, con sede en Dubái. La compañía construye a las afueras de Kigali una planta de abastecimiento de agua potable que suministrará el 40% de las necesidades diarias de la capital de Ruanda. Quizá sea posible visitar las obras, dice, y extiende el móvil de su jefe, también egipcio, llamado “ingeniero Mohamed”.
Rosalind Ng, ingeniera de Singapur, construye una planta de abastecimiento de agua en Ruanda. ANA NANCE
El ingeniero Mohamed recibe en una caseta a pie de obra, autoriza la visita y le pasa el testigo a Rosalind Ng, una aguerrida ingeniera de Singapur, directora “sénior” del proyecto. Ng explica en detalle el entramado de instituciones que se encuentran tras una obra con un coste de unos 50 millones de euros: del Banco Africano de Desarrollo al Gobierno de Ruanda. “Este es un país avanzado”, dice. “Mucho más que gran parte de África. Hay calles limpias y rascacielos”. Destaca que esta obra es la primera licitación público-privada de la región subsahariana. “El agua es un sector estratégico. Pero Ruanda ha dado el paso”. Frente a la corrupción, tan común en el imaginario de la región, asegura: “Este es el país más transparente de África”. Después, guía por construcciones y cráteres junto al río Nyabarongo del que extraerán el agua. El caudal baja turbio y sucio de los cultivos de soja corriente arriba. Un camión levanta una polvareda. Y con la mirada en la selva, Ng recuerda su patria: “Ruanda quiere ser la Singapur africana”.
El país, que crece al 7,8%, parece haber apostado fuerte por su apertura al exterior, los negocios, las cumbres internacionales. Fue en Kigali donde la UA acordó lanzar su propuesta de libre comercio. Estos días, la capital se prepara para acoger el Africa CEO Forum en un moderno edificio esférico que de noche brilla como un arcoíris. En la ciudad surge cada poco un bloque nuevo. En el corazón financiero hay varios en obras; se ven grúas y los carteles de las constructoras en chino. Una de las directivas del Marriott asegura: “Este es un hotel reciente, como todos los cinco estrellas de Kigali”.
El Ubumwe, otro hotel nuevo, reúne en su azotea, al caer la noche, personajes de medio mundo. Allí, un exmilitar occidental con barriga cervecera, hoy asesor de seguridad para Gobiernos, sugiere que el frenesí económico tiene un lado oculto: “Lo que ves es solo la fachada”. En un informe del Departamento de Estado de EE UU de 2014 se alertaba: “El tráfico de estaño, tantalio, tungsteno y oro de la vecina RDC genera fondos que podrían estar siendo lavados a través del sistema financiero de Ruanda. El alcance de este tráfico es difícil de cuantificar”.
4. Vuelo a Lusaka
Nuestro siguiente destino es Lusaka (Zambia). Pero no hay vuelo directo con Ethiopian, así que toca regresar a Adís Abeba, con la correspondiente escala en Buyumbura, y de allí tomar un nuevo avión. Serán más de 10 horas que comienzan con un despegue donde se perciben los distintos usos y costumbres locales: el vecino de asiento charla por el móvil durante el despegue y parece sorprendido cuando ya en las nubes se le corta la señal: “¿Aló?”. Es, según dice, mecánico en Ruanda y se dirige a Omán, donde pasará un mes con su familia; hace por primera vez un viaje tan largo. En el vuelo van también dos veterinarias canadienses que trabajan con animales en la selva ruandesa; y Vanessa Ngendakuriyo, burundesa de 26 años que estudia medicina en Tai’an, en la provincia de Shandong (China). Allí vuelve tras unas prácticas en Ruanda. En China, explica, hay muchos compatriotas estudiando: “La universidad allí es asequible”.
En la escala de Buyumbura embarca Arnaud Uwimana, burundés de 28 años que estudió informática pero se dedica al comercio. “Mi país se está hundiendo”, dice. Viaja regularmente a Dubái a comprar accesorios para móviles que revende en su tierra al doble de precio. Esta vez va con idea de llevarse fundas de Messi y Ronaldo. La conversación discurre hacia las minas de oro de Misisi, en la RDC, donde estuvo vendiendo tarjetas telefónicas. Allí, cuenta, uno alquila un pedacito de tierra, se pone a picar y vende lo que encuentra a un “lord”, que luego lo envía a Dubái. “En este vuelo viaja oro”, añade, porque ha visto embarcar a un conocido que se dedica a su transporte. En una reciente investigación, Reuters aseguraba: “Cada año sale de África oro de contrabando por valor de miles de millones de dólares vía Emiratos Árabes Unidos”. Poco antes de aterrizar, el comerciante burundés se pone a jugar a un videojuego en el móvil. Dispara ráfagas como loco y la sangre salpica en la pantalla.
El transbordo en Adís Abeba es agónico. Pero ya en el avión a Lusaka saluda el compañero de asiento, un congoleño llamado Kasongo Patrick. “Mi país es muy rico”, dice, “pero la gente lo está destrozando”. Él prefirió salir de allí, vive con su esposa y dos hijas en Zambia porque “es un lugar pacífico”. Regresa de Lagos (Nigeria), donde ha asistido a una misa del “profeta” T. B. Joshua, líder de la Sinagoga, Iglesia de Todas las Naciones, un pastor que arrastra masas, con canal de televisión y millones de fieles en Internet. A sus servicios semanales asisten más de 15.000 personas. “Este soy yo”, se señala en un vídeo en el que el pastor brama desde el escenario: “¡Hagas lo que hagas, has de poner todo tu corazón en ello!”.
Cuando Patrick se arrebuja para echar una cabezada, pega la hebra Fabian, un comerciante de electrónica con una tienda en Lusaka. Viene de Dubái, donde suele adquirir mercancía. Pero ha hecho números y está pensando en empezar a comprar “en un área de libre comercio de China”. Mientras, en la oscuridad exterior poco a poco comienzan a brillar lucecitas: debe de ser Lusaka.
Seth O. Gor, economista keniano, empleado de la unión aduanera COMESA. ANA NANCE
Seth O. Gor, el economista keniano que habíamos conocido en Adís Abeba, recibe con una sonrisa en su oficina de Lusaka y presenta a su jefe en COMESA, la unión aduanera: Francis Mangeni, director de asuntos monetarios, un ugandés de 54 años educado en la London School of Economics. Para hablar del continente, Mangeni cita el estudio Lions on the move de McKinsey, que afirma: “El futuro crecimiento africano será apuntalado por factores como el mayor crecimiento urbano del mundo y, para 2034, una población en edad de trabajar superior a la de China o India. (…) El FMI prevé que África sea la segunda región que más crezca del mundo hasta 2020 [por detrás de Asia]”. En palabras del directivo, “la clase media está en auge. El consumo va en aumento. Esto explica el actual despertar africano”. Pero también hay retos: “Los chinos son quienes abren tiendas y venden mercancías. No hay productos africanos. Si vamos a comprar artículos asiáticos, que al menos no sean solo juguetes de plástico. Necesitamos equipos y maquinaria pesada”.
Zambia es uno de los países con mayor presencia china; suyos son del supermercado de la esquina a las explotaciones de cobre. En el país residen miles de ellos (las cifras bailan de 20.000 a más de 100.000), y hoy se vive una reacción contra el foráneo. “China se ha adueñado peligrosamente de negocios y activos estratégicos”, escribía un periodista local en The Zambian Observer.
En la terraza del hotel Radisson Blu, tres ingenieros chinos de la compañía Sinohydro han quedado para un encuentro “de negocios”. Entre miradas suspicaces, cuentan que llevan ocho años en el país. Ejecutan su cuarta gran infraestructura hidroeléctrica, la presa de la garganta de Kafue, con un coste de unos 1.700 millones de euros y cuya principal financiación procede de China. “Es el mayor proyecto de Zambia”.
Mulenga Kapwepwe, escritora y pensadora de Zambia. ANA NANCE
En la terraza entrevistamos también a Mulenga Kapwepwe, de 60 años, escritora, pensadora y fundadora del Museo de la Historia de la Mujer de Zambia. Hace poco lanzó una iniciativa para crear perfiles de zambianas relevantes en Wikipedia. “Es muy difícil para los africanos entrar en ella”, dice. Pero negociaron con sus creadores, entrenaron a un equipo y ya hay un nutrido grupo con reseña (incluidas ella y su hermana gemela, que es secretaria general de COMESA). El objetivo, asegura, es colocar África en el mundo. La tecnología ha democratizado sus opciones. Ahora vencedores y vencidos pueden escribir su historia.
6. Vuelo a Adís Abeba
La nueva terminal de Lusaka sigue en obras y también ha sido financiada con un préstamo millonario de Pekín. Aún no ha sido inaugurada y a los pasajeros les toca apretujarse a pie de pista en una caseta de madera con tejado de chapa. Allí se encuentra Kerina Mujati, zimbabuense afincada en el Reino Unido; hacia allí vuela. Se define como “activista política” y asegura que fue una de las voces que reclamaron la salida de Robert Mugabe del Gobierno de su país, tras 37 años en el poder. “¿Sabes qué está destruyendo África?”, pregunta. “No son los chinos. Es nuestra propia idiosincrasia”. Al lado, Abdul Addish, consultor etíope residente en Los Ángeles con oficinas en Adís Abeba, Pekín, Dubái y Londres, reflexiona sobre la relación con China: “Lo que está ocurriendo en Zambia es una llamada de alerta”.
Una empresa china construye el nuevo aeropuerto de Lusaka (Zambia) ANA NANCE
Tras el despegue, las azafatas sirven champán en business. El trajeado asiático de la derecha esquiva la entrevista con un exquisito: “No, thank you”. A la izquierda, otro pasajero lee una novela. No rechaza la conversación, pero pide anonimato. Trabaja en el Banco Africano de Desarrollo, con sede en Abiyán (Costa de Marfil). Viste un polo inmaculado y no le gusta hablar de África en genérico. “Es un continente muy diverso. Las distintas potencias coloniales dejaron sistemas dispares. Los retos son enormes. Muchos Gobiernos, aun si se dicen democráticos, no lo son. Las instituciones políticas cuidan a las élites, no a la mayoría de la población. Y las financieras son modeladas a partir de ellas: si unas no son inclusivas, las otras tampoco. Otro reto es el movimiento a través de las fronteras. Es más fácil para un europeo viajar entre países africanos que para mí. En la UA hemos hablado de crear un pasaporte africano. ¿Cómo se puede expandir un negocio si ni siquiera me dan un visado para Nigeria? Hay cosas buenas. Una enorme población joven y un interés creciente en la tecnología, la posibilidad de crear un mercado y una fuerza laboral. África es rica en minerales. Tiene suelos fértiles. La educación está en auge. El potencial es inmenso”.
Después de servir la comida, las azafatas descansan tras la cortina. Martha G., responsable de la tripulación, lleva 13 años trabajando en el aire. Ha visto cambios que suenan a lección de geopolítica: “Antes viajaban más europeos; ahora son más chinos”. Cuando se le pregunta por el avión siniestrado hace 12 días, un brillo le asoma en los ojos: “Iba a Nairobi con gente de todo el mundo…”.
7. Adís Abeba
“Que Dios guarde las almas de los fallecidos. Aún rezo para dar fuerza a sus familias”, dice Tewolde Gebremariam, consejero delegado de Ethiopian Airlines. El 10 de marzo, en el accidente del vuelo 302, murieron las 157 personas de 35 países que iban a bordo. El Boeing 737 MAX 8 siniestrado era un modelo reciente. “La causa del accidente está bajo investigación”, explica Tewolde. “Pero al mismo tiempo, el mundo no ha permitido que el MAX siga operando. Decidimos inmediatamente dejarlos en tierra (…). Eso habla por sí mismo sobre el avión. No estoy especulando sobre el accidente. Son hechos”.
Tewolde, de perfil aguileño y color tostado, recibe en las oficinas adyacentes al aeropuerto de Adís Abeba. Lleva desde 2011 al frente de esta compañía estatal con 73 años de historia —“anterior a la mayoría de naciones africanas”— y cuyos inicios se encuentran ligados a los de la UA: los padres del panafricanismo la usaban para juntarse en la ciudad. “La prensa occidental, desafortunadamente, tiene la idea de que toda iniciativa en África es un fracaso. Pero aquí hay una compañía notable. Que crece. Con beneficios. Y que depende de sus propios recursos”. Reivindica su cuna: “África ha cambiado. Hoy es un destino de inversión extranjera directa. Todo el mundo está luchando por obtener un pedazo de ella”. Los beneficios, confía, serán para su región. “Y en parte para China”.
Su aerolínea tiene bastante que ver con la presencia asiática: “A principios de los setenta, África dependía de Europa. Era la única vía significativa de comercio. Esta fue la primera compañía en mostrar a los africanos otro mundo”. En 1972, aún en tiempos de Mao, inauguraron el primer vuelo a China. “Le abrió al continente un abanico de opciones”. Hoy cuentan con cinco vuelos diarios de ida a la República Popular y otros cinco de vuelta. “Cada día pasan por el aeropuerto de Adís Abeba unos 4.000 chinos. Y nuestras carreteras, puentes, presas, vías férreas son construidas en su mayoría por China”.
A un paso del aeropuerto se yergue una mole con forma de alas desplegadas: el Skylight Hotel, un cinco estrellas levantado gracias a financiación china. En él uno transita por una dimensión nueva donde se funden lo asiático y lo africano: las líneas son asimétricas, se oye un violín oriental de fondo, hay profusión de dorados y molduras. Remite a un lujo digital, urgente, sintético. De noche, en la terraza, unos orientales elegantes beben y fuman y escuchan en el móvil melodías de su tierra. Entre ellos se encuentra Anthony, un chino engominado, responsable de los servicios de hostelería del Skylight. Lleva una semana en Adís Abeba. Lo llama su “aventura africana”. Relata anécdotas asombrosas sobre los tipos de animales (y de partes de los mismos) que ha probado.
Anthony, empleado del hotel Skylight de Adís Abeba. ANA NANCE
A primera hora, Anthony pulula por el bufé dando órdenes. Los huéspedes desayunan con las maletas listas. Zakiyoulahi Sow, senegalés experto en mercados de capitales, lee la revista Time mientras apura el café. Ha trabajado en financieras como la Corporación Islámica para el Desarrollo del Sector Privado. Llegó de madrugada de Arabia Saudí, donde ha estado negociando inversiones, y regresa a su país. “Financiamos proyectos en Senegal y el resto de África”. Sobre los retos: “Cometemos muchos errores en la inversión. El 80% de las compañías entran en bancarrota debido a conductas irregulares”. Y se despide: “Hay buenas oportunidades ahora en África”.
Etiopía es la cuarta economía más dinámica del continente (tras Sudán del Sur, Ghana y Ruanda, según el FMI) y en su capital el desarrollo se percibe en el paladar: al final del día, uno acaba masticando el polvo de los edificios en construcción. Nuevas grúas asoman entre rascacielos. Vibran las aceras. El reciente tren urbano —de factura china— atraviesa la histórica plaza de Meskel por un paso elevado confiriéndole cierto aura de Blade Runner. A un paso de allí, en un viejo hotel, el músico Mulatu Astatke, de 75 años, padre del ethio-jazz y una de las figuras más respetadas del país, medita con voz afónica: “Hay progreso, África está cambiando. Pero yo, como creador, como artista, me pregunto: ¿hacia dónde evolucionamos? Están construyendo cosas que nunca entenderemos. ¿Cuál es el carácter de esta ciudad?”.
Plaza de Meskel, en Adís Abeba. ANA NANCE
8. Vuelo a Lagos
Salimos hacia Lagos (Nigeria), la mayor urbe del continente, la más poblada del país más poblado, una de las megalópolis del mundo. En el avión, el vecino de asiento se define como un “hombre de negocios”. Es nigeriano, pero vive en China, y se dedica, según dice, a exportar materiales de construcción a su país. Planea un posible regreso. Quiere montar algo, “crear empleo”, pero le echan para atrás los constantes cortes de electricidad que vuelven inviable casi cualquier iniciativa en Nigeria. “Somos un continente con oro suplicando por latón”.
Unas filas más atrás, Adebayo Kuseju revisa en el portátil un artículo sobre el sistema de transporte de Lagos. Trabaja en la Administración pública y también es profesor universitario, doctor en Logística; regresa a casa tras un tiempo en la universidad en Toronto. “Necesitas traer nuevas ideas”. En Lagos, dice, viven 25 millones de personas. El tráfico resulta abrumador. “Es una ciudad saturada”. Estudia cómo mejorar la red “para que la urbe sea funcional”. No parece fácil: Lagos no deja de crecer, cada día llegan cientos de migrantes de las zonas rurales.
Zuriel Oduwole, en el vuelo de Adís Abeba a Lagos. ANA NANCE
Entre el bullicio de segunda clase duerme la estadounidense Zuriel Oduwole. Tiene 16 años y ya ha rodado siete documentales. Viene de Johannesburgo, donde ha presentado el último y ha sido reconocida por la Fundación Nelson Mandela. La historia la inicia su padre mientras la hija duerme; más tarde la ampliará ella en el hotel Sheraton de Lagos, donde se hospeda. Zuriel tiene acné, ojos vivos y habla como una ametralladora. Su familia paterna es nigeriana. La materna, de las islas Mauricio. Empezó a rodar a los 9 años, cuando se apuntó a un concurso escolar en el que pedían explicar revoluciones que cambiaron el mundo. Ella se centró en la de Ghana y viajó al país para entrevistar a las “fuentes primarias”. A los 10 grabó un segundo documental sobre la creación de la UA. Y ya no paró. Para Oduwole, África no es solo lo que aparece en los medios: “Por eso hago documentales, para contar historias positivas. Viajo aquí a menudo y veo muchas cosas buenas que no salen en las noticias”.
9. Lagos
El aeropuerto de Lagos también se encuentra en fase de ampliación —por una empresa china— y al abandonar la terminal te recibe un bofetón tropical y un atasco entre excavadoras. Lagos es una urbe inabarcable, y querer entrevistar a varias personas supone armarse de paciencia y dejarse llevar en el gran embotellamiento cotidiano. A medida que el gusano de acero avanza, se asoman a la ventanilla decenas de vendedores ambulantes, el empleo habitual del migrante recién llegado.
Ezra Olubi, Ijeoma Opara y Mohini Ufeli, cofundador y empleadas de Paystack, una ‘fintech’ de Lagos.ANA NANCE
Nigeria, con 200 millones de habitantes, es el mayor productor de petróleo del África subsahariana, su primera economía y una de las más desiguales. En la principal ciudad (que no capital; esta es Abuya) conviven villas chabolistas y edificios de oro, y no es raro encontrar prostitutas a la caza del blanco en los hoteles caros o una gallina picoteando entre la mugre a la puerta de Paystack, una compañía tecnológica fundada por dos treintañeros. Ezra Olubi, uno de ellos, cuenta que han convertido el pago online en algo sencillo, lo cual aquí ha sido revolucionario. Entre sus inversores están Visa y el gigante chino Tencent.
A un par de horas de allí, tras atravesar puentes, peajes, infraviviendas y rascacielos, se encuentra la zona residencial de Lekki. En un chalé recibe Adebayo Oke-Lawal, de 28 años, creador de la firma de moda Orange Culture. Entre sus clientas se encuentra la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Oke-Lawal va vestido con una especie de pijama naranja de una pieza y sombrero de cowboy. Habla de su búsqueda de una voz africana actual a través del pasado: “Trato de reconstruir lo que perdimos y modernizarlo”. Recomienda visitar la galería de Nike, una artista local, con quien suele charlar de estas cosas.
Adebayo Oke-Lawal, diseñador de moda de Lagos. ANA NANCE
El imperio de Nike Davies-Okundaye está formado por tres plantas llenas de coloridos cuadros y esculturas que se venden por sumas considerables. Ella lleva un enorme tocado y pendientes con la forma del continente. Cuenta cómo empezó con nada, cuando perdió a su madre de niña y vendía “por unos chelines” baratijas en la playa. Hoy, a los 68 años, es reclamada por el museo de arte africano Smithsonian, en Washington, y acaba de inaugurar un hotel. Para despedirse, arma un barullo de bailes tradicionales hasta que el coche se pierde en el tráfico.
10. Vuelo a Abiyán
Para viajar a Abiyán (Costa de Marfil) toca hacer escala en Lomé (Togo). Al despegar, se ve Lagos, una costra parda e infinita que se va volviendo negra bajo la polución. El vuelo es corto y en él viaja Yacouba Katilé, vicepresidente del Consejo Económico y Social de Malí. Vuelve de un encuentro con la “diáspora maliense” y plantea una visión lúgubre: “La situación es crítica en África. Estamos bajo dominación económica de multinacionales occidentales”. Reconoce que hay casos de éxito. “Ruanda es el ejemplo que suelo dar. Pero los países del Sahel tenemos problemas serios”. No hay tiempo para más: las azafatas avisan del inminente aterrizaje en Lomé.
En la sala vip de Lomé huele a arroz con pollo y allí se encuentra Ahadu Simachew, consejero delegado de la aerolínea Asky (participada por Ethiopian), con sede en esta ciudad. Las conexiones aéreas, dice, están transformando el continente. “Las economías son intercambios. De bienes, de ideas, de tecnología, de cultura. ¿Cómo traes esto a menos que tengas un medio de transporte?”.
En la sala devoran tres hombres de negocios de esta nueva era: “Mr. Mo” (de China), Atsumi Deguchi (Japón) y Michael Elegonye (Nigeria). Son amigos, viven en Japón y viajan a Abiyán para poner en marcha una empresa de exportación de maquinaria de construcción japonesa de segunda mano. Cada poco, Mr. Mo levanta una cámara 360 grados con la que inmortaliza cada instante. Es su primera vez en África. Deguchi, el japonés, ya tiene “buena experiencia”. Buscan “nuevas oportunidades”, dicen. Y los tres suben a bordo del avión Bombardier de hélices que despega enseguida rumbo a Abiyán.
11. Abiyán
Costa de Marfil es la potencia francófona del oeste subsahariano. Desde 2012 crece a una media superior al 8% y en el distrito financiero de Abiyán, lamido por una bahía, se encuentra el Banco Africano de Desarrollo (BAD). Un contacto hecho en la sala de fumadores de Adís Abeba se ofreció a organizar una visita, pero se excusa: “Estoy de misión en Washington”. Así que vamos al encuentro de Adrienne Soundelé, cuya fundación se dedica a la protección forestal. El país perdió un 17% de masa arbórea entre 2001 y 2017, según Global Forest Watch. Ella trata de conjugar crecimiento y medio ambiente: “Vivimos en la ignorancia. Tenemos un continente muy rico que debemos preservar”. Multipremiada y habitual en foros de las altas esferas, Soundelé goza además de buenos contactos y con una llamada logra que un amigo nos reciba en el BAD.
Sede del Banco Africano de Desarrollo en Abiyán. ANA NANCE
La sede es un edificio acristalado de 30 plantas. Y el contacto, un financiero educado en Georgetown, aporta un último testimonio: “Hablamos demasiado del potencial. Pero beneficiarse de él es otra historia”. Antes de embarcar de vuelta a Madrid –con una agotadora escala de madrugada en Túnez– da tiempo a visitar la catedral de San Pablo, justo frente al banco. En su interior luce una vidriera. Representa a los primeros misioneros llegados en barco de vapor: los blancos saludan al tocar la playa alzando la mano; los negros reciben en taparrabos ofreciendo frutas exóticas entre monos y cocoteros.